«LA HERIDA» - SANTIAGO CASERO GONZÁLEZ

Este es el capítulo 3 de la novela La herida, de Santiago Casero González, editada por Libros de Itaca (www.librosdeitaca.com).

3

El Contador de la demarcación IV

Me habían enviado al desierto, a la demarcación IV, para contar a los habitantes de un pueblo fronterizo. Sucedió hace muchos años, pero de las palabras de K. deduje que aún no se había olvidado ese episodio.
Se trataba de contar a toda la población, que fluctuaba de una manera inquietante e indeseable, antes de que las autoridades sellaran la frontera que transcurría a lo largo de la podrida cuenca de un río. El río, negro y tranquilo, servía de confín y era más de lodo y salamandras que de otra cosa, salvo en época de lluvias, en que el agua saltaba el cauce y arrastraba cadáveres de animales y enseres, pero en sus orillas crecían la cizaña y la bardana —el paisaje que contemplan las criaturas de Shakespeare— y el ganado se acercaba a abrevar en sus aguas oscuras. A través del río llegaban los que venían a nuestro país desde el otro lado, aunque lo cierto es que el otro lado nadie sabía muy bien qué era: a lo mejor allí no había nada, se decía.
Pese a que el flujo de los del otro lado era incesante y los habitantes del pueblo no me lo pusieron fácil —algunos, desde el primer día, jugaron a tenderme celadas: se cruzaban conmigo varias veces al día, vestidos de distintas maneras, los hombres de mujeres, los jóvenes de ancianos, e incluso alguno intentó hacerse pasar por un animal—, a los dos meses el trabajo estaba muy adelantado: ya había contado a lo que yo consideraba era la práctica totalidad de la población natural y a muchos de los que habían llegado de fuera en este tiempo. 
No he aludido ni a los que podían llegar desde el oeste del propio país ni a los que podían salir del pueblo. De los primeros sólo puedo decir que resulta hasta ridículo pensar que alguien deseara venir a ese pueblo desde otra parte del país. Ya he mencionado el desierto. No he mencionado el granizo, la pelagra, el fragor del viento entre las casas, el olor a cieno, la tierra yerma, la ausencia casi absoluta de alegría… Sí, estaban las mujeres. Yo soy un hombre y, aunque siempre he evitado mezclar el trabajo con el placer, lo cierto es que había reparado en que poseían el mismo magnetismo que las mujeres de cualquier otro sitio. El problema es que los hombres del pueblo celaban sus existencias de tal manera que ningún sujeto cuerdo de otro pago se habría atrevido a venir atraído por el único potencial de gozo que podía ofrecer el pueblo. De hecho, los pocos problemas que yo había tenido no derivados de un recuento que había acabado deviniendo burocrático y rutinario habían tenido su origen en la obligación de tener que posar mi mirada demasiado intensamente en ocasiones sobre alguna mujer. Creo que sólo mi aureola de funcionario estatal me había ahorrado alguna modalidad de represalia. Y en cuanto a los que podían haber salido del pueblo, nunca supe por qué pero jamás nadie lo abandonó. Esto ha sido para mí un misterio turbador durante mucho tiempo, pero mis aprensiones se niegan a aceptar ninguna otra causa que no pase por la superstición de la querencia irreflexiva a la tierra propia a la que todos nos adherimos con tanta docilidad. 
Finalmente, un mes antes de que terminara el plazo que me había dado el Gobierno, di por totalmente concluido mi trabajo. Además, las autoridades habían conseguido finalmente cerrar, Dios sabe cómo, la frontera: ya no se veía ninguna cara nueva de los del otro lado; a lo sumo algún cadáver arrojado por el río y cubierto de moscas y verdina, pero, como era de los de fuera, no me molestaba en incluirlo en el registro de mi contabilidad o, si ya lo había hecho, sencillamente lo tachaba del inventario como si nunca hubiera existido. Quién iba a reclamar. 
Yo hubiera querido abandonar en ese mismo instante el pueblo, pero las autoridades eran inflexibles en su planificación: el plazo era de cuatro meses y estaba obligado a cumplirlo. Así estaba previsto en el proyecto del Gobierno y alterar ese programa, se decía, hubiera supuesto un gran trastorno en la contabilidad de las almas de aquella zona del país o tal vez sólo en alguna planificación absurda trazada sobre la mesa de algún lejano despacho en la capital. Lo cierto es que así se me había comunicado y así lo hice. Yo no podía olvidar que no era nada más que un funcionario.
Y así fue, también, como me entregué a una molicie riesgosa.
Todo empezó con el repasar de las notas. En el recuento de los habitantes yo había ido haciendo mínimas anotaciones que me permitían cumplir correctamente mi trabajo. Apenas unas observaciones secas que nunca desbordaran el límite que había saltado el viejo Cortázar, cuya suerte tenía siempre presente. Emilio Cortázar era un compañero que cubría el sureste del país y al que abrieron un expediente por incluir datos demasiado personales en sus informes. Le acusaron de literato y de ideólogo. Hace mucho tiempo que no sé nada de él pero he imaginado tantas veces su destino que he acabado aceptando que nunca lo volveré a ver.
Lo cierto es que las ordenanzas eran muy claras al respecto: no participarás en las zozobras y conflictos humanos que observes. No te implicarás. Te limitarás a contar. Pero a lo mejor somos más vulnerables de lo que nos suponemos. O a lo mejor es que hay fuerzas mucho más poderosas de lo que imaginamos y cuya afluencia, cuando llega, nos arrasa, lo cierto es que empecé a engordar las lacónicas anotaciones hechas a pie de página hasta que cobraron unas dimensiones que me asustaron. Fue el tedio. Fueron las flaquezas humanas, qué sé yo. Dormía todo el día, y de noche velaba mis debilidades, que eran cada vez más difíciles de ocultar, más expuestas. 
En ocasiones, el amanecer me sorprendía dormido sobre los cuadernos. Aprovechaba las horas de oscuridad para enriquecer los meros nombres y cifras con datos que había ido sabiendo casi sin querer de las vidas de la gente. Incluso llegué a convencer a un anciano que trabajaba de enterrador en el pueblo para que me ayudara, suplicándole una discreción que le recompensaba con el magro caudal dinerario que me restaba del que había traído inicialmente para toda la estadía. 
Así supe de adulterios, litigios entre hermanos, demencias divertidas, resentimientos antiguos, casamientos ilegítimos, incestos y hasta crímenes. Y todo lo anotaba, lo desarrollaba. Fantaseaba más allá de toda prudencia. Temí que si se sabía todo esto, la acusación de literato hecha a Cortázar se quedaría corta contra mí. De hecho yo ya había completado unos cuarenta cuadernos y tuve que mandar comprar al viejo otros tantos ante la violencia de mi grafomanía. Más aún, adorné la narración de los hechos con reflexiones que pretendían comprenderlos. Era una locura, pero creo que toqué fondo cuando compuse unos poemas en los que vertía mis sentimientos sobre el mundo y sus criaturas como arrastrado por un torrente de subjetividad adolorida.
Finalmente, una noche, exhausto por la tarea que me había impuesto, o mejor, que se me había impuesto desde fuera como una maldición o como una condena, me acerqué a beber algo en el único bar del pueblo. Sólo había hombres, como era esperable. Me miraron con extrañeza pero sin aspavientos. A fin de cuentas yo era un hombre como ellos, pero mi aspecto debía de ser algo atrabiliario, desaseado, tal vez mi mirada reflejara de algún modo mi desvarío. Me hice servir una botella de un licor áspero y pegajoso que era propio de la zona, me senté con mi trago en una mesa apartada y me dispuse a dejar pasar el tiempo, ya que me veía incapaz de tomar ninguna decisión. A lo mejor esperaba un milagro. 
De pronto, un hombre junto a la barra se dirigió a mí con lo que consideré un exceso de familiaridad. Me llamó “cuentadiablos”. 
—¿Ya has terminado tu sucio trabajo de sucio lacayo? —gritó luego, y la pregunta sonó como un sollozo. 
El hombre era un borracho o un loco, pero ¿no lo éramos todos? A pesar de todo, yo no quería problemas. Corre a contar a otros, cabrón, insistió. Sus amigos, aunque igualmente bebidos, le tiraban de la manga intuyendo un riesgo impreciso. A mi mujer ya no la vas a contar más…, añadía una y otra vez, y se reía mirando a los otros, que fingían algo que quería ser indulgencia y complicidad de borrachos pero que se parecía al miedo. Yo al principio no quise entender la insinuación que estaba haciendo. Pensé que se trataba una vez más del hombre que no sabe querer a su mujer y la presupone accesible a los demás. Le contesté que yo no sabía nada de su mujer.
—Está enterrada —continuó sin escucharme— por puta. 
Me levanté, fui hacia donde estaba él y le pregunté cómo se llamaba. Guadaño, me respondió, ¿no es gracioso?, y puso los brazos en jarras, pero no era convincente porque se tambaleaba. Enrique Guadaño, el caballo, añadió. ¿Dónde está tu mujer, caballo? A ti qué mierda te importa, cuentadiablos… Recuerdo que hizo una mueca y no supe si sonreía sin dientes o intentaba llorar. 
—Está enterrada en mi patio.
Recordaba perfectamente a la mujer de ese hombre y al hombre mismo. Recordaba las observaciones que había hecho en mis cuadernos. Ella era un ángel y sobre él al parecer me había equivocado. Yo había escrito que la quería y había fantaseado con pequeñas turbulencias en sus vidas pero nunca supuse que la pudiera matar. Qué corta es la imaginación. 
Por puta, insistía el hombre con la mirada extraviada por la ponzoña del alcohol. 
Di un paso hacia él y le golpeé en la mejilla con la mano abierta, reservando el puño cerrado para una ocasión que presumía no tardaría en llegar. En efecto, pareció despertar de pronto de una alucinación de adormidera y de dolor sin remordimientos y se lanzó sobre mí agitando sus brazos para devolverme la ofensa, pero estaba tan bebido que pude esquivarlo sin mucha dificultad, al mismo tiempo que le propinaba un puñetazo en el centro del diafragma que lo dejó un instante boqueando con la respiración entrecortada. Isabel se llamaba la mujer y tenía unos labios finos que siempre sonreían, recordé. Debía de medir uno sesenta y haber tenido una infancia feliz. Su padre era carpintero y le fabricó su primera cuna y un brete de madera con sus propias manos. El marido, todavía doblado y jadeando por el golpe entre los pulmones, se vino hacia mí y ambos rodamos enredados por el suelo. Juro que fue él el que sacó el cuchillo y supe enseguida que la sangre era suya…
Al día siguiente recogí todas mis cosas y me marché de allí. Había infringido las normas y sabía que el Gobierno no me lo iba a perdonar jamás. No te impliques, nos decían siempre; veas lo que veas, no te impliques…

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