«LA HUELGA DE LOS ELECTORES» - OCTAVE MIRBEAU

«La huelga de los electores»
Octave Mirbeau

(Le Figaro, 28 Noviembre 1888)

Una cosa que me asombra prodigiosamente —me atrevería a decir que estoy estupefacto— es que en el momento científico en que estoy escribiendo, tras las innumerables experiencias y los escándalos periodísticos, pueda todavía existir en nuestra querida Francia (como dicen en la Comisión presupuestaria) un elector, un solo elector, ese animal irracional, inorgánico, alucinante, que consienta abandonar sus negocios, sus ilusiones o sus placeres, para votar a favor de alguien o de algo. Si se piensa un solo momento, ¿no está ese sorprendente fenómeno hecho para despistar a los filósofos más sutiles y confundir la razón?
¿Dónde está ese Balzac que nos ofrezca la psicología del elector moderno? ¿Y el Charcot que nos explique la anatomía y mentalidades de ese demente incurable?
Lo estamos esperando. Comprendo que un estafador encuentre siempre accionista, que la Censura encuentre defensores, la ópera cómica a su público, el Constitucional a sus abonados, el señor Carnot a pintores que celebren su triunfal y rígida entrada en una ciudad languedociana; comprendo también que Chantavoine se empeñe en buscar rimas; lo comprendo todo. Pero que un diputado, o un senador, o un presidente de la República, o el que sea, entre todos los farsantes que reclaman una función electiva, cualquiera que sea, encuentre a un elector, es decir, a un ser fantástico, al mártir improbable que os alimenta con su pan, os viste con su lana, os engorda con su carne, os enriquece con su dinero, con la sola perspectiva de recibir, a cambio de esas prodigalidades, golpes en la cabeza o patadas en el culo, cuando no son golpes de fusil en el pecho, verdaderamente, todo eso supera las nociones, ya muy pesimistas, que tengo sobre la estupidez humana en general, y la estupidez francesa en particular, nuestra querida e inmortal estupidez.
Está claro que hablo en este caso del elector avisado, convencido, del elector teórico, del que se imagina, pobre diablo, que actúa como un ciudadano libre, expresando su soberanía, sus opiniones, o imponiendo —locura admirable y desconcertante— programas políticos y reivindicaciones sociales; no me refiero pues al elector "que se las sabe" y que se burla, al que ve en "los resultados de su omnipotencia" nada más que una burla a la charcutería monárquica, o una francachela al vino republicano. Su soberanía consiste en emborracharse a costa del sufragio universal. Él conoce la verdad, porque sólo a él le importa, y se despreocupa del resto. Sabe lo que se hace. Pero ¿y los demás?
¡Ah, sí! ¡Los demás! Los serios, los austeros, el pueblo soberano, los que sienten una embriaguez al mirarse y decirse: "¡Soy elector!" Todo se hace por mí. Yo soy la base de la sociedad moderna. Por mi propia voluntad, Floquet hace las leyes a las que se ciñen treinta y seis millones de hombres, y Baudry d'Asson también, y Pierre Alype igualmente". ¿Cómo hay todavía gente de esta calaña? ¿Cómo, tan orgullosos, cabezotas y paradójicos como son, no se han sentido, después de tanto tiempo, descorazonados y avergonzados de su obra? ¿Cómo puede ser que exista en cualquier parte, incluso en el fondo de las landas más perdidas de Bretaña, o en las inaccesibles cavernas de Cévennes y de los Pirineos, un bonachón tan tonto, tan poco razonable, tan ciego ante lo que ve y tan sordo ante lo que se dice, que vote azul, blanco o rojo, sin que nadie le obligue, sin que nadie le haya pagado o le haya emborrachado?
¿A qué barroco sentimiento, a qué misteriosa sugestión puede obedecer ese bípedo pensante, dotado de una voluntad, orgulloso de su derecho, seguro de cumplir con un deber, cuando deposita en una urna electoral cualquiera una papeleta cualquiera, igual da el nombre que lleve escrito en ella? ¿Qué se dirá a sí mismo, para sí, que justifique o simplemente explique ese acto tan extravagante? ¿Qué es lo que espera? Porque, en fin, para consentir que se le entregue a dueños tan ávidos, que le engañan y golpean, será necesario que se le diga y que espere algo extraordinario que nosotros no nos imaginamos. Será necesario que, gracias a poderosos desvíos cerebrales, las ideas del diputado se traduzcan en él como ideas de ciencia, de justicia, de entrega, de trabajo y de probidad; será necesario que en los nombres de Barbe y Baïhaut, no menos que en los de Rouvier y Wilson, descubra una magia especial y que vea, a través de un espejismo, florecer y expandirse en Vergoin y en Hubbard promesas de felicidad futura y de consuelo inmediato. Y esto es lo verdaderamente horrible. Nada le sirve de lección, ni las comedias más burlescas, ni las más siniestras tragedias.
Sin embargo, por muchos siglos que dure el mundo y que se desarrollen y sucedan las sociedades, iguales unas a otras, un hecho único domina todas las historias: la protección de los grandes y el aplastamiento de los pequeños. No puede llegar a comprender que hay una razón de ser histórica, la de pagar por un montón de cosas de las que no disfrutará jamás, y morir por unas combinaciones políticas que no le atañen en absoluto.
¿Qué importa que sea Pedro o Juan el que le pida el dinero o la vida, si está obligado a desprenderse de uno y entregar la otra? ¡Pues, vaya! Entre sus ladrones y sus verdugos, él tiene sus preferencias, y vota a los más rapaces y feroces. Ha votado ayer y votará mañana y siempre. Los corderos van al matadero. No se dicen nada ni esperan nada. Pero al menos no votan por el matarife que los sacrificará ni por el burgués que se los comerá. Más bestia que las bestias, más cordero que los corderos, el elector designa a su matarife y elige a su burgués. Ha hecho revoluciones para conquistar ese derecho.
Oh, buen elector, incomprensible imbécil, pobre desgraciado, si en lugar de dejarte engañar por las cantinelas absurdas que te cantan cada mañana, a cambio de un céntimo, los periódicos grandes o pequeños, azules o negros, blancos o rojos, pagados para conseguir tu pellejo; si en lugar de creer en esos quiméricos halagos que acarician tu vanidad, que rodean tu lamentable soberanía andrajosa; si en lugar de pararte, papanatas, ante las burdas engañifas de los programas; si leyeras alguna vez al amor de la lumbre a Schopenhauer y a Max Nordau, dos filósofos que saben mucho sobre tus dueños y sobre ti, puede que aprendieras cosas asombrosas y útiles. Puede ser también que, después de haberlos leído, te vieras menos obligado a adoptar ese aire grave y esa elegante levita para correr hacia las urnas homicidas en las que, metas el nombre que metas, estás dando el nombre de tu más mortal enemigo. Los filósofos te dirían, como buenos conocedores de la humanidad, que la política es una mentira abominable, que todo va contra el buen sentido, contra la justicia y el derecho, y que tú no tienes nada que ver, pues tus cuentas ya están ajustadas en el gran libro de los destinos humanos.
Sueña después de esto, si así lo deseas, con paraísos de luces y perfumes, con fraternidades imposibles, con felicidades irreales. Es bueno soñar, y calma el sufrimiento. Pero no mezcles nunca al hombre en tus sueños, porque allí donde está el hombre está el dolor, el odio y la muerte. Sobre todo, acuérdate de que el hombre que solicita tu voto es, por ese hecho, un hombre deshonesto, porque a cambio de la situación y la fortuna a la que tú lo lanzas, él te promete un montón de cosas maravillosas que no te dará y que, por otra parte, tampoco podría darte. El hombre al que tu elevas no representa ni a tu miseria, ni tus aspiraciones, ni a nada tuyo; no representa más que a sus propias pasiones y sus propios intereses, que son contrarios a los tuyos. Para reconfortarte y animarte con esperanzas que pronto se verán defraudadas, no vayas a imaginarte que el espectáculo desolador al que asistes hoy día es propio de una época o de un régimen, y que todo pasará. Todas las épocas y todos los regímenes son equiparables, es decir, que no valen nada. Así que, vuelve a tu casa, buen hombre, y ponte en huelga contra el sufragio universal. No tienes nada que perder, te lo digo yo; y eso podrá divertirte por algún tiempo. En el umbral de tu puerta, cerrada a los solicitantes de limosnas políticas, verás desfilar a la muchedumbre, mientras te fumas tranquilamente una pipa.
Y si existiera, en algún lugar desconocido, un hombre honrado capaz de gobernarte y amarte, no lo eches en falta. Sería demasiado celoso de su dignidad como para enfangarse en una lucha de partidos, demasiado orgulloso para recibir cualquier orden de ti si no la diriges a la audacia cínica, el insulto y la mentira.
Ya te lo he dicho, buen hombre, vete a casa y ponte en huelga.

«EL ANTICIPADOR» - MORLEY ROBERTS

—Admitiré, desde luego, que no se trata de un plagio —dijo ferozmente Cárter Esplan—; será el destino, el demonio, pero ¿es menos irritante por eso? ¡No, no!
Y se pasó la mano por el cabello hasta erizarlo. Lo agitaba una febril excitación; una mancha roja ardía en cada una de sus mejillas; se mordía el labio tembloroso.
—¡Maldito Burford, sus padres y sus ascendientes! Las herramientas, para quien sabe manejarlas —añadió después de una pausa durante la cual su amigo Vincent lo estudió con curiosidad.
—La culpa es tuya, mi querido salvaje —dijo Vincent—. Eres demasiado indolente. Recuerda, además, que esas cosas —esas ideas, esos motivos— están en el aire. La originalidad no es más que el arte de atrapar tempranas larvas. ¿Por qué no escribes las cosas apenas las inventas?
—Hablas como un burgués, como un viajante de comercio —repuso Esplan, disgustado—. ¿Por qué un manzano no da manzanas apenas fecundadas sus llores? ¿A qué esperar el estío y las influencias del viento y el cielo? ¿Por qué no salen polluelos de huevos recién puestos? ¿Acaso el parto sigue inmediatamente a la concepción? ¿Y no sufrió dolores la montaña para dar a luz un ratón? ¿Y por ventura...
—... y por ventura, ¿no exigirán tus obras de genio una parte de la eternidad a que están destinadas?
—¡Tontería! —gruñó Esplan—, pero tú conoces mi método. Yo capto la sugerencia, el flotante vilano del pensamiento, tal vez el título; y luego lo dejo, quizá sin tomar una nota; lo dejo al cerebro, a la conciencia subliminar, al yo subconsciente. El cuento crece en la oscuridad del alma interior, perpetua e insomne. Quizá lo rechace el tribunal artístico que en ella tiene su sede; quizá lo relegue. Yo, el yo exterior, insignificante envoltorio de tendencias hereditarias, nada sé de él, pero un día tomo la pluma y mi mano lo escribe. Éste es el automatismo del arte, y yo... yo no soy nada, soy apenas la última de las individualidades ocultas en mí. ¡Quizá un tácito antecesor llega por mí a la palabra, y sin embargo el Complejo Yo Esplan tiene que ser anticipado en esa forma!
Se incorporó y midió con pasos irregulares el largo salón de fumar del club. Era evidente que sus nervios estaban tensos y el desorden imperaba en su espíritu. Pero Vincent, que era médico, veía más hondo. Bplan, en efecto, hablaba espasmódicamente y a veces no acertaba con la palabra justa, lo que revelaba una perturbación de los centros del habla.
«¿Será la morfina? —pensó—. ¿La estará tomando nuevamente, y hoy le ha faltado su dosis?». Pero Esplan estalló una vez más.
—No me importaría tanto si Burford escribiera bien, pero no sabe escribir un cuento. Mira esa última historia mía... es decir, suya. Yo la veía como una criatura impetuosa y palpitante, que vibraba y cantaba, una verdadera Ménade, llena de sangre roja. En sus manos, ni siquiera nació muerta; está diciendo a gritos que es un muñeco, pierde el serrín, se mueve como un maniquí, huele de lejos a cosa fabricada. Mas ahora ya no puedo escribir ese cuento. Lo ha arruinado para siempre. Es la tercera vez. ¡Maldito sea, y maldita mi suerte! Yo trabajo cuando siento la necesidad de crear.
—Tomas muy en serio tu vocación —dijo Vincent perezosamente—. Al fin y al cabo, ¿qué importa? ¿Qué son los cuentos? ¿No son un opio para la vida de los cobardes? Preferiría inventar algún pequeño instrumento, o construir un puente de tablas sobre un arroyo fangoso, antes que escribir el mejor cuento del mundo.
Esplan se encaró con él.
—Bueno, bueno —dijo casi a gritos—, el hombre que inventó el cloroformo fue grande, y quienes lo fabrican son útiles. Lo que hacemos nosotros llámalo doral, morfina, bromuro; lo que quieras, pero damos alivio.
—Cuando sería mejor usar vejigatorios... ¡Qué estupidez! —contestó Esplan con dureza—. En todo caso, tu charla es ociosa. Yo soy yo, los escritores son escritores... pequeños, si quieres, pero un resultado y una fuerza. Déjame descansar. No hables de tonterías ideales.
Pidió brandy. Después de beberlo, su aspecto cambió un poco. Sonrió.
—Acaso no vuelva a suceder. Si sucede, creeré que Burford se obstina en cruzarse en mi camino. Tendré que...
—¿Eliminarlo? —preguntó Vincent.
—No. Trabajar más rápido. Pronto escribiré algo.
Algo que indudablemente le encantaría echar a perder.
La conversación cambió y poco después los amigos se separaron. Esplan se dirigió a su departamento de Bloomsbury. Durante algunos minutos caminó ociosamente por la sala, pero luego sintió en el cerebro el impulso de escribir. Le escocían los dedos, un estado de ánimo semiautomático se apoderaba de él. Se sentó y escribió, primero lentamente, después más rápido, y por último con furia.
Eran las tres de la tarde cuando empezó a trabajar. A las diez seguía sentado ante el escritorio, poblado por las cenizas de innumerables pipas. A intervalos se alisaba con las manos húmedas los cabellos erizados. Sus ojos cambiaban como ópalos: a veces centelleaban y casi ardían, a veces se volvían opacos. Él mismo cambiaba con cada frase; pronunciaba en alta voz lo que escribía; cada pensamiento se reflejaba en su rostro pálido y móvil. Reía y gemía. En el punto culminante de su narración, le corrieron lágrimas por la cara y borraron el ya indescifrable manuscrito. Pero a las once se levantó, rígido y tambaleante. Con dificultad recogió del piso las páginas sin numerar, y las ordenó. Después se desplomó en su asiento.
—¡Es bueno, es bueno! —decía, sonriendo—. ¡Qué extraño demonio soy! Mis callados antecesores reviven fantásticamente en mí. Es extraño, infernalmente extraño. El hombre no es más que un micrófono, y loco por añadidura. ¿Cuánto tiempo estuve madurando esto que acabo de escribir? El cuento es viejo y al mismo tiempo nuevo. Se lo mandaré a Gibbon. A él le gustará. Pequeña bestia, pequeño horror, pequeño cerdo, con un divino anillo de oro de inteligencia crítica en el sucio hocico.
Bebió medio vaso de whisky y se echó en la cama. Su imaginación corría alocadamente.
—Mi ego está un poco fisurado —dijo—. Debo cuidarme.
Y antes de dormirse pronunció conscientes tonterías. Ideas incongruentes se eslabonaban en su cerebro; se burló de la necedad de su imaginación, y sin embargo tenía miedo. Por fin tomó morfina en una dosis tan grande, que le afectó el nervio óptico. Relámpagos subjetivos brillaron en la oscuridad de su cuarto. Soñó con un Burford gigantesco y brutal, que usaba un gran diamante en la pechera de la camisa.
—Comprado merced a la transmisión de mis pensamientos —dijo. Pero al mirarse advirtió que él tenía una joya más grande, y pronto su alma se disolvió en la contemplación de sus rayos, hasta que su conciencia fue disipada por una divina absorción en el Nirvana de la Luz.
Cuando despertó, al día siguiente, era ya avanzada la tarde. Estaba destrozado por el trabajo de la víspera, y aunque mucho menos irritable, caminaba con inseguridad. La molestia de mandar su cuento a Gibbon le resultó casi insuperable; pero lo envió, y después tomó un taxi que lo llevó a su club, donde permaneció varias horas, casi en estado comatoso.
Dos días más tarde recibió una nota del jefe de redacción. Le devolvía su cuento. Era bueno, pero...
«Hace varias semanas Burford me envió otro con el mismo tema, y lo acepté».
Esplan golpeó contra la repisa de la chimenea su mano delgada y blanca, haciéndola sangrar. Aquella noche se embriagó con champaña. El espumoso vino pareció corroer, morder y retorcer hasta el último nervio y la última célula de su cerebro. Su irritabilidad se volvió tan extrema que se quedó al acecho de sutiles e imaginarias ofensas, y meditó mórbidamente sobre el aspecto de inocentes desconocidos. Pagó al camarero el doble de lo que había consumido, no porque lo mereciera especialmente, sino porque comprendió que la menor señal de descontento por parte de aquel hombre podría originar en él un estallido de irreprimible cólera.
Al día siguiente se encontró con Burford en Piccadilly, y pasó junto a él sin saludarlo, con una amarga sonrisa.
—No me atrevo a dirigirle la palabra —murmuró—. ¡No me atrevo...!
Y Burford, que no alcanzaba a comprender, se sintió ultrajado. Él mismo odiaba a Esplan con el odio de un rival que se siente desplazado y aventajado. Sabía que su trabajo carecía de la diabólica precisión de Esplan... de la frase brillante, el toque justo de color, el certero impulso que culmina en el final perfecto, la convicción amarga y exacta, el conocimiento de los hombres que proviene de la herencia, la exaltada experiencia que alega intuiciones recibidas. Era, bien lo sabía, un exitoso fracaso, y su ambición superaba a la de Esplan. Trepador, voraz y presumido, su vacuidad era notoria aun antes de que Esplan la pusiera de relieve con la seguridad de su estilo.
—Él toma lo que yo hago y lo hace mejor —repetíase Burford—. Tiene mala intención.
Y cuando Esplan publicó su último cuento, y el mundo recordó (para olvidarla en seguida a la luz deslumbrante de esas páginas magistrales) la fría pasta del bibelot de Burford, éste sintió que el odio crecía en su interior. Pero se contuvo momentáneamente y siguió su camino pequeño y laborioso.
El éxito del cuento y el amargo eclipse de Burford ayudaron mucho a Esplan, quien tal vez se habría recobrado, de no mediar otras influencias nocivas para su vida. Entre ellas la muerte de cierta mujer, cuya amistad con él nadie conocía. Esplan se aferró a la morfina, que, a medida que aumentaban las dosis, lo conduciría al desastre.
Y en efecto, el desastre se produjo, por fin. Burford hizo publicar dos cuentos, muy superiores a lo que acostumbraba escribir, en una revista que hasta ese momento había sido territorio exclusivo de Esplan. Eran los mismos temas que Esplan acababa de imaginar y estaba a punto de escribir. El escozor de este último golpe lo sacó de quicio: pensó en el asesinato; lo planeó con brutalidad, después con sutileza, y llegó a sentirse dominado por la idea, hasta que su vida se trocó en la flor de ese motivo insano. El hecho de que un comentarista señalara la estrecha afinidad entre la obra de los dos escritores y, exaltando el genio de Esplan, colocara al uno por encima de toda crítica y al otro por debajo de todo elogio, no modificó en nada la situación.
Pero la amarga exactitud de la crítica enloqueció a Burford. Castañeteando los dientes, detestando su propio trabajo, odió aun más al hombre que había pulverizado su presunción. Sentía deseos de destruir. ¿Cómo hacerlo?
 Esplan llevaba una vida subracional. Era un maniático homicida, con una víctima preseñalada. Concebía y escribía planes. Sus cuentos eran variaciones sobre el asesinato. Imaginaba medios de ejecutarlo, los buscaba en otros libros. A veces corría el peligro de creer que ya había cometido el crimen. En un momento de locura estuvo a punto de entregarse a la policía por ese asesinato anticipado. Así ardía y se consumía su imaginación ante el sendero que se había trazado.
—Lo haré, lo haré —murmuraba, y en el club los hombres hablaban de él.
—Mañana —dijo, pero después lo postergó. Debía planearlo con arte. Lo dejó para que germinase en su fértil cerebro. Y por fin, cuando ya había empezado a escribirlo, la acción, iluminada por extrañas circunstancias, fue creciendo ante él. Ese asesinato despertaría un mundo de resplandores, inaugurando una época en la historia del crimen. Aun cuando el rojo planeta se viera convulsionado por las guerras, aun entonces los demás querrían oír esa historia increíble y verdadera, penetrar en ella, dilucidar el método y el crecimiento de los medios y el motivo. Sonreía solo en la calle, y reía con risa aguda en su cuarto de fugaces visiones. Por la noche transitaba las solitarias callejuelas próximas, ponderando con ansia el borbollón de sus encontrados pensamientos; y apoyado en las rejas de frondosos jardines, veía fantasmas en las sombras de la luna y los invitaba a conversar. Se convirtió en un pájaro nocturno. Era raro verlo.
—Mañana —dijo por último. Mañana daría el primer paso. Se frotó las manos y soltó a reír, ya cerca de su casa, en una plaza solitaria, al tramar los últimos detalles sutiles que su imaginación multiplicaba.
—¡Está bien, basta, basta! —gritó a su fantasía enloquecida, segregada de él—. Ya está hecho.
Y las sombras que lo rodeaban eran muy oscuras. Se volvió en dirección a su casa.
Entonces le llegó la inmortalidad con extraño aparato. Le pareció que su alma ardiente y oprimida estallaba en su angosto cerebro chispeando maravillosamente. Hubo alrededor un diluvio de luces, relámpagos en un cielo osado, un espantoso trueno. El firmamento se abrió en un blanquísimo resplandor, vio cosas inimaginables. Giró sobre sí mismo, se llevó la mano a la cabeza herida y cayó pesadamente en un charco de su propia sangre.
Y el Anticipador, aterrorizado, huyó por una callejuela.

«EVOLUCIÓN, REVOLUCIÓN Y ANARQUÍA» - ÉLISÉE RECLUS

Fragmentos del libro Evolución, revolución y anarquía, de Élisée Reclus, publicado por Libros de Itaca (www.librosdeitaca.com).

«Cada transformación de la materia, cada realización de una idea es, durante el periodo mismo del cambio, rechazada por la inercia del medio, y el fenómeno nuevo no puede culminarse si no es con un esfuerzo tanto más violento o por una fuerza tanto más poderosa cuanto mayor es la resistencia. Ya lo dijo Herder, a propósito de la Revolución Francesa: "La semilla cae en la tierra, durante mucho tiempo parece muerta, después, de repente, empuja su brote, desplaza la dura tierra que lo cubre, se abre paso entre la arcilla enemiga, y finalmente se convierte en una planta que florece y madura su fruto". ¿Y el niño, cómo nace? Tras haber pasado nueve meses entre las tinieblas del vientre de la madre, se escapa rompiendo con violencia su envoltura, a veces incluso matando a su madre. Así son las revoluciones, consecuencias necesarias de las evoluciones que les precedieron». 

«Se puede decir que la evolución y la revolución son los dos actos sucesivos de un mismo fenómeno, la evolución precede a la revolución, y esta precede a una nueva evolución, madre de revoluciones futuras. ¿Puede hacerse un cambio sin provocar repentinos cambios de equilibrio en la vida? ¿No debe la revolución suceder necesariamente a la evolución, al igual que el acto sucede a la voluntad de actuar? La una y la otra sólo difieren en la época de su aparición».

«El movimiento general de la vida en cada ser en particular y en cada serie de seres no muestra por ninguna parte una continuidad directa, sino más bien una sucesión indirecta, revolucionaria, por así decir. La rama no se añade a lo largo a ninguna otra rama. La flor no es la prolongación de la hoja, ni el pistilo lo es del estambre, y el ovario difiere de los órganos que le dieron nacimiento. El hijo no es la continuación del padre o de la madre, sino que es un ser nuevo. El progreso se hace merced a un cambio continuo de los puntos de partida para cada individuo distinto. Ocurre lo mismo con las especies. El árbol genealógico de los seres es, como el propio árbol, un conjunto de ramas donde cada una encuentra su fuerza vital no en la rama precedente sino en la savia originaria. En las grandes evoluciones históricas no es diferente. Cuando los viejos cuadros de mando, las formas demasiado limitadas del organismo, se vuelven insuficientes, la vida se mueve para realizarse en una nueva formación. Una revolución tiene lugar».
 
«Las revoluciones no tienen por qué ser necesariamente un progreso, igual que las evoluciones no están siempre orientadas hacia la justicia. Todo cambia, todo se mueve en la naturaleza con un movimiento eterno, pero aunque haya progreso, puede haber también retroceso, y si las evoluciones tienden hacia un aumento de vida, hay otras que tienden hacia la muerte. Imposible detenerse, hay que moverse en un sentido o en otro, y el reaccionario endurecido y el templado liberal, que dan gritos de pavor al escuchar la palabra «revolución», marchan a pesar de todo hacia una revolución, la última, que es el gran reposo. La enfermedad, la senilidad y la gangrena son evoluciones al igual que la pubertad. La aparición de los gusanos en el cadáver, como el primer vagido del bebé, indica que se ha hecho una revolución. La fisiología, la historia, nos muestran que hay evoluciones que se llaman decadencia y revoluciones que son la muerte».


«La contemplación de la naturaleza y de las obras humanas, la práctica de la vida, son estas las escuelas donde se hace la verdadera educación de las sociedades contemporáneas. Aunque las escuelas propiamente dichas también hayan efectuado su evolución en el sentido de la enseñanza verdadera, tienen una importancia relativa muy inferior a la de la vida social que nos rodea. Huelga decir que el ideal de los anarquistas no es en absoluto suprimir la escuela, sino todo lo contrario, aumentarla, hacer de la misma sociedad un inmenso organismo de enseñanza mutua, donde todos serían a la vez alumnos y profesores, donde cada niño, después de haber recibido nociones generales de todo en los primeros estudios, aprendería a desarrollarse integralmente, en proporción a su fuerza intelectual, según el modo de vida libremente elegido por él».

«EL ERIZO Y LA ZORRA» (FRAGMENTO) - ISAIAH BERLIN

Así comienza el ensayo titulado El erizo y la zorra, de Isaiah Berlin, en el que propone una división entre escritores, pensadores, y el mundo en general, entre erizos y zorras, en función del modo en que afrontan la vida y perciben el mundo. El ensayo se centra en la figura del escritor ruso Tolstoi y su percepción de la Historia, y trata de dilucidar a qué grupo pertenece.


«Entre los fragmentos del poeta griego Arquíloco, hay un verso que reza: «Muchas cosas sabe la zorra, pero el erizo sabe una sola y grande». Los estudiosos han discrepado acerca de la correcta interpretación de estas oscuras palabras, que quizás sólo quieran decir que la zorra, pese a toda su astucia, se da por vencida ante la única defensa del erizo. Figuradamente, sin embargo, es posible extraer de ellas un significado que señala una de las diferencias más hondas entre escritores y pensadores y, quizás, entre los seres humanos en general. Porque media un gran abismo entre quienes, por un lado, relacionan todo con una única visión central, un sistema más o menos congruente o consistente, en función del cual comprenden, piensan y sienten —un único principio universal, organizador, que por sí solo da significado a todo lo que son y dicen—, y por otro, quienes persiguen muchos fines, a menudo inconexos y hasta contradictorios, ligados, si lo están, por alguna razón de facto, alguna causa psicológica o fisiológica, sin que intervenga ningún principio moral o estético; estos últimos viven vidas, realizan acciones y sostienen ideas centrífugas antes que centrípetas, su pensamiento es desparramado o difuso, ocupa muchos planos a la vez, aprehende la esencia misma de una vasta variedad de experiencias y objetos por lo que estos tienen de propio, sin pretender, consciente ni inconscientemente, integrarlos —o no integrarlos— en una única visión interna, inmutable, globalizadora, a veces contradictoria, incompleta y hasta fanática. El primer tipo de personalidad intelectual y artística es el de los erizos; el segundo, el de las zorras; y podemos decir, evitando una clasificación excesivamente rígida pero sin temor a contradecirnos, que, vistos así, Dante pertenece a la primera categoría, Shakespeare a la segunda; Platón, Lucrecio, Pascal, Hegel, Dostoievski, Nietzsche, Ibsen y Proust son, en distinta medida, erizos; Herodoto, Aristóteles, Montaigne, Erasmo, Molière, Goethe, Pushkin, Balzac y Joyce son zorras».

«LA HERIDA» - SANTIAGO CASERO GONZÁLEZ

Este es el capítulo 3 de la novela La herida, de Santiago Casero González, editada por Libros de Itaca (www.librosdeitaca.com).

3

El Contador de la demarcación IV

Me habían enviado al desierto, a la demarcación IV, para contar a los habitantes de un pueblo fronterizo. Sucedió hace muchos años, pero de las palabras de K. deduje que aún no se había olvidado ese episodio.
Se trataba de contar a toda la población, que fluctuaba de una manera inquietante e indeseable, antes de que las autoridades sellaran la frontera que transcurría a lo largo de la podrida cuenca de un río. El río, negro y tranquilo, servía de confín y era más de lodo y salamandras que de otra cosa, salvo en época de lluvias, en que el agua saltaba el cauce y arrastraba cadáveres de animales y enseres, pero en sus orillas crecían la cizaña y la bardana —el paisaje que contemplan las criaturas de Shakespeare— y el ganado se acercaba a abrevar en sus aguas oscuras. A través del río llegaban los que venían a nuestro país desde el otro lado, aunque lo cierto es que el otro lado nadie sabía muy bien qué era: a lo mejor allí no había nada, se decía.
Pese a que el flujo de los del otro lado era incesante y los habitantes del pueblo no me lo pusieron fácil —algunos, desde el primer día, jugaron a tenderme celadas: se cruzaban conmigo varias veces al día, vestidos de distintas maneras, los hombres de mujeres, los jóvenes de ancianos, e incluso alguno intentó hacerse pasar por un animal—, a los dos meses el trabajo estaba muy adelantado: ya había contado a lo que yo consideraba era la práctica totalidad de la población natural y a muchos de los que habían llegado de fuera en este tiempo. 
No he aludido ni a los que podían llegar desde el oeste del propio país ni a los que podían salir del pueblo. De los primeros sólo puedo decir que resulta hasta ridículo pensar que alguien deseara venir a ese pueblo desde otra parte del país. Ya he mencionado el desierto. No he mencionado el granizo, la pelagra, el fragor del viento entre las casas, el olor a cieno, la tierra yerma, la ausencia casi absoluta de alegría… Sí, estaban las mujeres. Yo soy un hombre y, aunque siempre he evitado mezclar el trabajo con el placer, lo cierto es que había reparado en que poseían el mismo magnetismo que las mujeres de cualquier otro sitio. El problema es que los hombres del pueblo celaban sus existencias de tal manera que ningún sujeto cuerdo de otro pago se habría atrevido a venir atraído por el único potencial de gozo que podía ofrecer el pueblo. De hecho, los pocos problemas que yo había tenido no derivados de un recuento que había acabado deviniendo burocrático y rutinario habían tenido su origen en la obligación de tener que posar mi mirada demasiado intensamente en ocasiones sobre alguna mujer. Creo que sólo mi aureola de funcionario estatal me había ahorrado alguna modalidad de represalia. Y en cuanto a los que podían haber salido del pueblo, nunca supe por qué pero jamás nadie lo abandonó. Esto ha sido para mí un misterio turbador durante mucho tiempo, pero mis aprensiones se niegan a aceptar ninguna otra causa que no pase por la superstición de la querencia irreflexiva a la tierra propia a la que todos nos adherimos con tanta docilidad. 
Finalmente, un mes antes de que terminara el plazo que me había dado el Gobierno, di por totalmente concluido mi trabajo. Además, las autoridades habían conseguido finalmente cerrar, Dios sabe cómo, la frontera: ya no se veía ninguna cara nueva de los del otro lado; a lo sumo algún cadáver arrojado por el río y cubierto de moscas y verdina, pero, como era de los de fuera, no me molestaba en incluirlo en el registro de mi contabilidad o, si ya lo había hecho, sencillamente lo tachaba del inventario como si nunca hubiera existido. Quién iba a reclamar. 
Yo hubiera querido abandonar en ese mismo instante el pueblo, pero las autoridades eran inflexibles en su planificación: el plazo era de cuatro meses y estaba obligado a cumplirlo. Así estaba previsto en el proyecto del Gobierno y alterar ese programa, se decía, hubiera supuesto un gran trastorno en la contabilidad de las almas de aquella zona del país o tal vez sólo en alguna planificación absurda trazada sobre la mesa de algún lejano despacho en la capital. Lo cierto es que así se me había comunicado y así lo hice. Yo no podía olvidar que no era nada más que un funcionario.
Y así fue, también, como me entregué a una molicie riesgosa.
Todo empezó con el repasar de las notas. En el recuento de los habitantes yo había ido haciendo mínimas anotaciones que me permitían cumplir correctamente mi trabajo. Apenas unas observaciones secas que nunca desbordaran el límite que había saltado el viejo Cortázar, cuya suerte tenía siempre presente. Emilio Cortázar era un compañero que cubría el sureste del país y al que abrieron un expediente por incluir datos demasiado personales en sus informes. Le acusaron de literato y de ideólogo. Hace mucho tiempo que no sé nada de él pero he imaginado tantas veces su destino que he acabado aceptando que nunca lo volveré a ver.
Lo cierto es que las ordenanzas eran muy claras al respecto: no participarás en las zozobras y conflictos humanos que observes. No te implicarás. Te limitarás a contar. Pero a lo mejor somos más vulnerables de lo que nos suponemos. O a lo mejor es que hay fuerzas mucho más poderosas de lo que imaginamos y cuya afluencia, cuando llega, nos arrasa, lo cierto es que empecé a engordar las lacónicas anotaciones hechas a pie de página hasta que cobraron unas dimensiones que me asustaron. Fue el tedio. Fueron las flaquezas humanas, qué sé yo. Dormía todo el día, y de noche velaba mis debilidades, que eran cada vez más difíciles de ocultar, más expuestas. 
En ocasiones, el amanecer me sorprendía dormido sobre los cuadernos. Aprovechaba las horas de oscuridad para enriquecer los meros nombres y cifras con datos que había ido sabiendo casi sin querer de las vidas de la gente. Incluso llegué a convencer a un anciano que trabajaba de enterrador en el pueblo para que me ayudara, suplicándole una discreción que le recompensaba con el magro caudal dinerario que me restaba del que había traído inicialmente para toda la estadía. 
Así supe de adulterios, litigios entre hermanos, demencias divertidas, resentimientos antiguos, casamientos ilegítimos, incestos y hasta crímenes. Y todo lo anotaba, lo desarrollaba. Fantaseaba más allá de toda prudencia. Temí que si se sabía todo esto, la acusación de literato hecha a Cortázar se quedaría corta contra mí. De hecho yo ya había completado unos cuarenta cuadernos y tuve que mandar comprar al viejo otros tantos ante la violencia de mi grafomanía. Más aún, adorné la narración de los hechos con reflexiones que pretendían comprenderlos. Era una locura, pero creo que toqué fondo cuando compuse unos poemas en los que vertía mis sentimientos sobre el mundo y sus criaturas como arrastrado por un torrente de subjetividad adolorida.
Finalmente, una noche, exhausto por la tarea que me había impuesto, o mejor, que se me había impuesto desde fuera como una maldición o como una condena, me acerqué a beber algo en el único bar del pueblo. Sólo había hombres, como era esperable. Me miraron con extrañeza pero sin aspavientos. A fin de cuentas yo era un hombre como ellos, pero mi aspecto debía de ser algo atrabiliario, desaseado, tal vez mi mirada reflejara de algún modo mi desvarío. Me hice servir una botella de un licor áspero y pegajoso que era propio de la zona, me senté con mi trago en una mesa apartada y me dispuse a dejar pasar el tiempo, ya que me veía incapaz de tomar ninguna decisión. A lo mejor esperaba un milagro. 
De pronto, un hombre junto a la barra se dirigió a mí con lo que consideré un exceso de familiaridad. Me llamó “cuentadiablos”. 
—¿Ya has terminado tu sucio trabajo de sucio lacayo? —gritó luego, y la pregunta sonó como un sollozo. 
El hombre era un borracho o un loco, pero ¿no lo éramos todos? A pesar de todo, yo no quería problemas. Corre a contar a otros, cabrón, insistió. Sus amigos, aunque igualmente bebidos, le tiraban de la manga intuyendo un riesgo impreciso. A mi mujer ya no la vas a contar más…, añadía una y otra vez, y se reía mirando a los otros, que fingían algo que quería ser indulgencia y complicidad de borrachos pero que se parecía al miedo. Yo al principio no quise entender la insinuación que estaba haciendo. Pensé que se trataba una vez más del hombre que no sabe querer a su mujer y la presupone accesible a los demás. Le contesté que yo no sabía nada de su mujer.
—Está enterrada —continuó sin escucharme— por puta. 
Me levanté, fui hacia donde estaba él y le pregunté cómo se llamaba. Guadaño, me respondió, ¿no es gracioso?, y puso los brazos en jarras, pero no era convincente porque se tambaleaba. Enrique Guadaño, el caballo, añadió. ¿Dónde está tu mujer, caballo? A ti qué mierda te importa, cuentadiablos… Recuerdo que hizo una mueca y no supe si sonreía sin dientes o intentaba llorar. 
—Está enterrada en mi patio.
Recordaba perfectamente a la mujer de ese hombre y al hombre mismo. Recordaba las observaciones que había hecho en mis cuadernos. Ella era un ángel y sobre él al parecer me había equivocado. Yo había escrito que la quería y había fantaseado con pequeñas turbulencias en sus vidas pero nunca supuse que la pudiera matar. Qué corta es la imaginación. 
Por puta, insistía el hombre con la mirada extraviada por la ponzoña del alcohol. 
Di un paso hacia él y le golpeé en la mejilla con la mano abierta, reservando el puño cerrado para una ocasión que presumía no tardaría en llegar. En efecto, pareció despertar de pronto de una alucinación de adormidera y de dolor sin remordimientos y se lanzó sobre mí agitando sus brazos para devolverme la ofensa, pero estaba tan bebido que pude esquivarlo sin mucha dificultad, al mismo tiempo que le propinaba un puñetazo en el centro del diafragma que lo dejó un instante boqueando con la respiración entrecortada. Isabel se llamaba la mujer y tenía unos labios finos que siempre sonreían, recordé. Debía de medir uno sesenta y haber tenido una infancia feliz. Su padre era carpintero y le fabricó su primera cuna y un brete de madera con sus propias manos. El marido, todavía doblado y jadeando por el golpe entre los pulmones, se vino hacia mí y ambos rodamos enredados por el suelo. Juro que fue él el que sacó el cuchillo y supe enseguida que la sangre era suya…
Al día siguiente recogí todas mis cosas y me marché de allí. Había infringido las normas y sabía que el Gobierno no me lo iba a perdonar jamás. No te impliques, nos decían siempre; veas lo que veas, no te impliques…